miércoles, 14 de marzo de 2007

NOSTALGIA DE LOS ATARDECERES DE SAN MARCOS



Por Calixto Avila Tirado

Si hay algo que no se deben perder propios y extraños en San Marcos del Carate, son esos atardeceres que la madre naturaleza pinta con la más completa gama de colores ígneos. Es en una puesta de sol sanmarquera cuando uno se da cuenta de la generosidad infinita de Dios al regalarnos ese pedazo de cielo, cómplice de tantos momentos de tranquilidad a la vera de la cienaga o del río. Algunas veces añoramos ser cobijados por el efecto placebo que produce el estar sentado en frente de la casa como esos señores abúlicos de vieja data, de tabrete (taburete) tabaco y sombrero que se sumergen en su eterna ensoñación vespertina. Pasan los años y uno los sigue viendo ahí, perennes, posando sus asentaderas en el cuero inerte de la vaca. Recuerdo una vez que me acercaba a San Marcos y en Sincelejo me había encontrado con un amigo. Viajábamos juntos en un bus de la ya extinguida Torcoroma, mientras la tarde se erguía mágica y altanera con ese matiz propio de la sabana. Miramos por la ventanilla a un anciano repantigado debajo del fresco abrasador de la palma amarga, lejos del estrés asesino de las ciudades y bendecido por el verdor de la vegetación de las inmediaciones. Mi amigo y yo nos miramos y casi en coro dijimos: “definitivamente, esa es la vida que yo me merezco. Si he de morir, que sea de esa manera”. Nuestras risas asintieron, pero mas tarde caímos en la cuenta que de tal forma no se muere nadie.

Mueres a cuentagotas cuando, contaminado de ciudad, te olvidas de tantos pequeños detalles trascendentales que se anidaron en tu alma a fuerza de vivirlos, olerlos y sentirlos. Vives cuando les das dosis de vitalidad estrechando lazos de amistad con tus paisanos, cuando escuchas la música de tu pueblo o preparas un plato exquisito originario de tu población. Yo jamás me puedo olvidar que nací y crecí pueblo. Que aunque me he impregnado un poco del progreso inevitable de la ciudad, aún echo de menos esos atardeceres casi irreales, la brisa que baña mi terruño en las postrimerías de los días de febrero y marzo, la misma que le ponía las alas a mi barrilete y lo levantaba en un apacible vuelo en la bahía, cuando hacía el Profesor Jairo los concursos de barriletes (cometa). Y hablando de ello, en esa competición con mis compañeros de cursos viví una curiosa anécdota. Se había dispuesto que se efectuaría en una tarde color mandarina del mes de marzo. Todos divertidos y cautivados por el singular evento elaboramos la más completa colección de artefactos voladores: cajones, cometas, barriletes y muchas figuras de papel. Yo había estado practicando guitarra en la casa de Eduar Valdez, músico guitarrista y bajista consumado, y él mismo me dijo que me prestaba su reliquia de infancia que era un sapo volador hecho de bolsas de basura. Me lo llevé acicateado por mi desconfianza sanmarquera, por si de pronto caía la primera lluvia del año que nos visita en el mes de marzo. Mis compañeros al ver semejante esperpento digno de una colección de museo, se rieron y menospreciaron la capacidad voladora del sapo del aire. Comenzó el concurso y mi barrilete titular se elevaba a la par del de mis compañeros, mientras el sapo esperaba paciente el momento de irrumpir en escena, cuando ocurrió lo impredecible: un manso sereno empezó a taladrar la piel de papel de todos los barriletes. Viendo esto tomé el sapo hecho de plástico para reciclar, y le solté toda la madeja de hilo, ante el asombro de mis amigos. Tenía sed de aire, volaba con júbilo, se pavoneaba por encima de nuestras cabezas y nos veía con sorna desde el cielo de la Finca Buen retiro, haciendo de mí el merecedor del primer puesto y de él una leyenda en la comunidad estudiantil.

Olvidar lo vivido en San Marcos del Carate, sería hacer de la vieja Berta Piña una profesora de modales refinados y escucharla hablar durante cinco minutos sin que diga una grosería. Nos hemos ido como se fueron las mariposas del arroyo de Chipilín para otras tierras, pero siempre hemos de volver a sentir el calor de nuestra gente, el sabor de los “viejitos fritos” y el olor a casabe con café que emana de la tierra mojada con la primera lluvia del año.