¡Cambio hueso, caramelos…!
Aparecía a lo lejos en el umbral de la calle precedido de su carreta de tres ruedas cargada de esos caramelos largos como los dedos de una condesa y vociferaba: “Cambio hueso, caramelos, ollas, aluminio, hierro… cambio hueso”. Los niños salíamos a su encuentro llevando la olla de aluminio que se había roto de tanto trasegar en la cocina, los huesos de la sopa de hueso del almuerzo de la semana anterior que con tanto esmero poníamos al sol para que se secaran y él, en recompensa, cercenaba con una tijera de sastre de pueblo uno o dos pedazos de caramelo, dependiendo del tamaño del botín que se le llevara. Era Reinaldo, un viejo de setenta años de edad que con su voz nasal se paseaba por las calles de San Marcos, negociando con los niños de los barrios la chatarra de las casas, utilizando el antiguo método que dio origen al comercio: el trueque. Quedábamos como inmersos en una fiesta al verlo llegar bajo el sol canicular sanmarquero, con su metro y medio de estatura profiriendo: “Cambio hueso, caramelo, aluminio, hierro…”.
Vivía por la calle del cementerio, en donde descargaba su carreta repleta de chatarras, inhalando el olor nauseabundo de los huesos secados a la fuerza. Todos los de mi generación lo recordamos como parte esencial de nuestra niñez abarrotada de miles de juegos en esas calles desnudas de pavimento, a donde los políticos de la época solo llegaban en tiempos de elecciones ofreciendo los cables de la energía o la tubería del agua. Reinaldo es un icono de la cultura de San Marcos como lo son los etílicos Pindongo y el Cuate, que hace largo rato pasaron a mejor vida. Haciendo remembranza, Reinaldo era como un juguete para nosotros: su voz y su estatura de muñeco, al igual que sus caramelos, hacían de su trabajo una actividad lúdica para los niños. No se que fue de él, ni como ni cuando murió, pero en donde quiera que esté, debe estar empujando su vieja carreta gritando por alguna calle incierta: “Cambio hueso, caramelo, aluminio, hierro…
Aparecía a lo lejos en el umbral de la calle precedido de su carreta de tres ruedas cargada de esos caramelos largos como los dedos de una condesa y vociferaba: “Cambio hueso, caramelos, ollas, aluminio, hierro… cambio hueso”. Los niños salíamos a su encuentro llevando la olla de aluminio que se había roto de tanto trasegar en la cocina, los huesos de la sopa de hueso del almuerzo de la semana anterior que con tanto esmero poníamos al sol para que se secaran y él, en recompensa, cercenaba con una tijera de sastre de pueblo uno o dos pedazos de caramelo, dependiendo del tamaño del botín que se le llevara. Era Reinaldo, un viejo de setenta años de edad que con su voz nasal se paseaba por las calles de San Marcos, negociando con los niños de los barrios la chatarra de las casas, utilizando el antiguo método que dio origen al comercio: el trueque. Quedábamos como inmersos en una fiesta al verlo llegar bajo el sol canicular sanmarquero, con su metro y medio de estatura profiriendo: “Cambio hueso, caramelo, aluminio, hierro…”.
Vivía por la calle del cementerio, en donde descargaba su carreta repleta de chatarras, inhalando el olor nauseabundo de los huesos secados a la fuerza. Todos los de mi generación lo recordamos como parte esencial de nuestra niñez abarrotada de miles de juegos en esas calles desnudas de pavimento, a donde los políticos de la época solo llegaban en tiempos de elecciones ofreciendo los cables de la energía o la tubería del agua. Reinaldo es un icono de la cultura de San Marcos como lo son los etílicos Pindongo y el Cuate, que hace largo rato pasaron a mejor vida. Haciendo remembranza, Reinaldo era como un juguete para nosotros: su voz y su estatura de muñeco, al igual que sus caramelos, hacían de su trabajo una actividad lúdica para los niños. No se que fue de él, ni como ni cuando murió, pero en donde quiera que esté, debe estar empujando su vieja carreta gritando por alguna calle incierta: “Cambio hueso, caramelo, aluminio, hierro…
